Silvestre Byrón on Mon, 20 Oct 2003 18:11:37 +0200 (CEST) |
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[nettime-lat] EAF - El Anti-Brecht |
ARTE Y ESTADO El Anti-Brecht A modo de «foyer» en el cerebro-pantalla del espectador, la película “Dogville” (Lars von Trier, 2003) puso en acto la teoría teatral de Bertolt Brecht: “Impide que el espectador se identifique instintivamente y confunda el drama con la realidad. Los efectos de distanciamiento incluyen intervalos y canciones que interrumpen la trama, carteles en los cuales se anticipan hechos futuros; consejos al público, gestos, música, escenografía, etc.”. Tras la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial, Brecht encaró una actitud contestataria y antiburguesa típica de una generación desencantada de la vida y la sociedad. En 1924-33 trabajó en Berlín con Erwin Piscator y Max Reinhardt. Adhirió al marxismo cuando, con Kurt Weill, estrenó el teatro musical con la “Ópera de los tres centavos” (1928), paradigma de su hipótesis épica. Exiliado en Escandinavia y América sus libros fueron quemados por el NS-Regime. En 1937-41 publicó “Madre Coraje”, “Galileo Galilei”, “La buena persona de Setzuan”, “La resistible ascención de Arturo Ui” y “El círculo de tiza caucasiano”. Volvió a Berlín y fundó el Berliner Ensemble. Hace cinco años, acorde al centenario de su nacimiento, Mario Vargas Llosa publicó una semblanza sobre su política y su moral. En “Bertolt Brecht a la distancia” (El País, 1998), además, establece un correlato con Calderón de la Barca. Opuesto a la complaciencia, Vargas Llosa se revela como el Anti-Brecht: “A la vez que rendimos un homenaje a su genio, no debemos olvidar que, detrás de las proclamaciones generosas en favor de la justicia, estaba el Gulag”. BERTOLT BRECHT A LA DISTANCIA Imposible vivir en Berlín en 1998 sin toparse a cada paso con la vida, la obra y la cara triste de Bertolt Brecht, singularizada por sus anteojos de miope, su puro capitalista y su gorrita proletaria. El centenario de su nacimiento se celebra con una profusión de exposiciones, representaciones, publicaciones y debates que da vértigo. Hasta la televisión alemana se ha sumado a los festejos adquiriendo los derechos para transmitir treinta y cuatro películas codirigidas, escritas y adaptadas por Brecht, o inspiradas en sus obras. Yo, desde luego, lo celebro. Aunque siento una profunda antipatía moral por el personaje y discrepo frontalmente con sus tesis sobre el teatro y la literatura, sigo bajo el hechizo de su genio creador, que descubrí de adolescente, y que me ha llevado desde entonces a leerlo, verlo y oírlo en todas las lenguas a mi alcance. Contribuyo ahora a los homenajes que se le rinden, intentando, en mi insuficiente alemán, hacer lo mismo en el idioma al que –lo reconocen tirios y troyanos- enriqueció con su poesía y sus dramas como pocos escritores de este siglo. Su teoría más famosa es la de el distanciamiento, el teatro épico, crítico de la realidad social y sacudidor de la conciencia del espectador, que debía reemplazar al aristotélico, imitador de la Naturaleza, que sume al público en la ilusión, ahoga su razón en la emoción, y lo lleva a confundir el espejismo que es el arte con la vida real. Para cumplir su labor pedagógica, instruir a los espectadores en la verdad e incitarlos a a actuar, el teatro –el arte- debía ser concebido de modo que alertara sobre su propia condición –hechiza, artificial- e hiciera visible la frontera que lo separara de lo vivido. Esta idea, que hubieran suscripto sin vacilar los teólogos vaticanos partidarios del arte edificante, se hubiera evaporado sin pena ni gloria si, a la hora de ponerla en práctica, el talento de Brecht no hubiera sido capaz de perpetrar aquella operación fraudulenta que, según su teoría, el arte debía evitar mediante el distanciamiento: hacer pasar gato por liebre, la ilusión fabricada por la realidad vivida, algo que han hecho y seguirán haciendo todos los verdaderos creadores mientras el arte no sea sustituido del todo por la realidad virtual. FUERZA PERSUASIVA Porque, materializada en las obra que escribió y representada sobre un escenario, esta tesis ad quiere una fuerza persuasiva tan grande como las prédicas sobre los valores cristianos en una obra bien montada de Calderón de la Barca. En ninguno de los dos casos este poder de persuasión es congénito a las supuestas verdades que aquellas obras pretenden comunicar: nace de la destreza técnica, la elocuencia verbal y la astucia de la factura artística, tan ricas que dan un semblante de verdad –verdad científica o verdad revelada- a lo que no es más que ilusión, ficción o, más crudamente, en Brecht y Calderón, patraña ideológica y dogma religioso. Además de escribir con un talento fuera de lo común, Brecht, desde los años 30 pero, sobre todo, en el Berliner Ensamble, el teatro que fundó y dirigió en la República Democrática Alemana desde 1949 y hasta 1956, desarrolló una técnica del trabajo actoral y del montaje escénico de una enorme originalidad, que tuvo una influencia extraordinaria en todo el mundo. Esta técnica pretendía, mediante recursos que abarcan desde detalles escenográficos, alteraciones del flujo temporal de la representación, cambios de ritmo en la actuación, hasta el uso de «collages» audiovisuales con referencias a hechos históricos ajenos a la anécdota, ir matando la ilusión, impidiendo al espectador abandonarse a la ficción artística, obligándolo a mantenerse consciente de que lo que está espectando es el teatro, no la vida, y sacando por tanto las conclusiones morales y políticas pertinentes de lo que veía respecto al mundo que lo rodeaba. LA HERMOSÍSIMA MENTIRA En la práctica, desde luego, esto no funcionó nunca como en la teoría. Ni en los tiempos en que Brecht y Helen Weigel eran funcionarios de la República Democrática Alemana, uno de los Estados policiales más oscurantistas y corruptores de la conciencia humana que haya conocido la historia, ni ahora, en que, convertido en museo viviente brechtiano, el envejecido Berliner Ensemble monta aún las obras del fundador respetando ortodoxamente el método distanciador. En la realidad, el distanciamiento no sirvió para acabar con la naturaleza convencional de la puesta en escena, sino para sustituir una convención por otra, desdoblando el espectáculo de una obra en dos vertientes: la anécdota dramática y la técnica distanciadora. El aparato escenográfco y la conducta actoral destinados a remitir al espectador a la realidad y a mantenerle alerta la conciencia, de hecho, se constituyen de por sí en otra ficción, incorporada o añadida a la primera, en otra forma de ilusión, no menos hechiza y artificial que la de la obra dramática, a la que termina por integrarse, enriqueciéndola (en los montajes logrados) con una novedosa dimensión. Ni antes, en las épocas en que las “verdades” del catecismo marxista que el teatro de Brecht creía difundir tenían una vasta audiencia en el mundo (en el mundo no sometido a la realidad de los gobiernos marxistas, quiero decir), ni ahora, que, salvo puñaditos de despistados, nadie cree en ellas, han salido los espectadores de un espectáculo brechtiano a inscribirse en el Partido Comunista. (Tampoco salían corriendo en pos de un confesionario los de un auto sacramental de Calderón en el Siglo de Oro.) Salían y salen encantados, no de haber sido esclarecidos y educados por un conocedor de la verdad, un consejero que los ha encaminado por una buena senda doctrinaria, sino de haber vivido una hermosísima mentira, una lisión falaz, que, por unas horas, embelleció e hizo más intensas sus vidas, arrancándolos de la vida verdadera y sumergiéndolos en la impalpable e impredecible vida alternativa que crean los artistas. Que vivir una ilusión no es algo inocuo, una fugaz diversión, que aquélla deja huellas, a veces muy profundas, en las conciencias, es indiscutible. Pero, también, que estos efectos del arte no los puede planificar ni determinar un creador, aun de tanto talento como Brecht, porque aquellos efectos tienen que ver con la infinita complejidad del fenómeno humano, y la del objeto artístico, que, al entrar en comunión, producen reacciones y consecuencias múltiples, divergentes, en función de la diversidad de los seres humanos y de las cambiantes circunstancias en que se hallan atrapados. No es imposible que un drama de Calderón precipitara en el ateísmo militante a algún espectador y otro saliera de una lección teatral-dialéctica brechtiana convencido de que Dios existe MANIQUEÍSMO RÍGIDO Afortunadamente es así, porque, si debiéramos juzgarlas por las racionales convicciones y esquemáticas creencias que propagan, salvo un puñado de obras que escaparon a la cota de la malla ideológica, poco quedaría hoy de los dramas “didácticos” de Bertolt Brecht. Ellos describen una realidad social e histórica en términos de un maniqueísmo rígido, donde los seres humanos son meros plenipotenciarios de abstractas teorías, huérfanos de misterio, libertad y soberanía, ni más ni menos que los títeres de las barracas. Eso sí, el titiritero que los mueve luce una destreza consumada, y es capaz, por ello, de insuflar una ilusión de vida y verdad donde –si nos distanciamos para juzgarlo con la frialdad conceptual con que él quería que el arte juzgara a la vida- había sobre todo embauque y propaganda. A la vez que rendimos un homenaje a su genio, y a sus aportes al teatro, no deberíamos olvidar, sin embargo, que detrás de las generosas proclamaciones en favor de la justicia, del progreso y de la paz, que chisporrotean en las obras de Brecht, estaba el Gulag, así como detrás de las piadosas moralizaciones de Calderón ardían las parrillas de la Inquisición. Mientras el autor de “Terror y miseria del Tercer Reich” recibía el premio Stalin, muchos millones de inocentes –más aún que los que perecieron en los campos de concentración nazis- padecían tormento y morían en Siberia, y, entre ellos, innumerables militantes comunistas –algunos, buenos amigos suyos- caídos en desgracia. Semejantes horrores ocurrían bajo las narices del director del Berliner Ensemble, pero él miraba hacia otro lado, hacia el mal absoluto, el verdadero enemigo, el Occidente explotador y putrefacto, el imperialismo donde anidaba ya el nuevo nazismo. Que él sabía muy bien o por lo menos mucho, de lo que ocurría a su alrededor, aparece ahora con luz cegadora en su correspondencia privada, que publica Surkhamp. Pero, en público, él callaba. Recibía medallas, un buen salario, un teatro, honores, premios, de un régimen que lo utilizaba para su propaganda, y que, por lo demás, ni respetaba su obra ni tenía el menor escrúpulo en censurarlo. El se dejaba utilizar, censurar, y, aunque deslizara a veces algunos rezongos en oídos seguros –para redimirse ante la posteridad-, se prestó a la farsa y fue, en esos últimos siete años de su vida, lo que Neruda, otro genio de moral hemipléjica, hablando de los poetas franquistas, llamó un silencioso cómplice del verdugo. ¿Es mezquino hurgar en estas humanas debilidades del genio en medio del fuego artificial y las fiestas con que el mundo celebra su primer centenario? No, si el genio, como ocurrió con Bertolt Brecht, quiso ser no sólo un buen escribidor, sino, también, un director de conciencia, un dómine en cuestiones morales y políticas, un profesor de idealismo. Para eso es indispensable, además de una pluma sutil y una imaginación fulgurante, una conducta coherente. Es decir, predicar con el ejemplo. © La Nación, 19/2/98. EAF/2003.- www.geocities.com/eaf_underground www.geocties.com/eaf_iniciacion ------------ Internet GRATIS es Yahoo! Conexión 4004-1010 desde Buenos Aires. 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